HISTORIA SOBRE LA VIRGEN DE LA ALTAGRACIA
Nuestra Señora de Altagracia
Patrona del Pueblo Dominicano
Según la tradición, Nuestra Señora de Altagracia, fue vista en sueños por una joven en Higuey, República Dominicana (así lo narra Mons. Juan Pepen en su libro "Dónde floreció el naranjo" ).
Hace más de tres siglos, cuando todavía en las llanuras y bosques de Hicayagua se encontraban restos de la indígena raza, vivía con su familia en las regiones de Duey, uno de los antiguos colonizadores españoles, que difrutaba de una buena fortuna y gozaba de merecida fama y del aprecio y estima de las altas dignidades de la colonia.
Era costumbre en él, en épocas señaladas, hacer viajes a esta ciudad del Ozam, con el principal objeto de vender su ganado para proveerse de los menesteres de su hogar.
En una ocasión, y a principio de enero, el buen padre emprendió uno de esos viajes, trayendo el encargo de sus dos hijas, jóvenes ambas, en la flor de su edad: la una, la mayor, alegre y muy dada a los divertimientos, aunque de inocentes costumbres, pidió que le llevase vestidos, cintas, encajes y otros aderezos; la otra, apenas en las catorce primaveras de la vida, y a quien llamaban la Niña en aquellos villorios, era, por el contrario, de espíritu recogido, entregada a las prácticas religiosas, que eran de su mayor agrado, encargó a su padre la Virgen de Altagracia.
Extraña fue para él, que nunca había oído hablar de tal Virgen, la petición de su hija; pero así y todo, ella afirmó que la encontraría en su viaje.
De regreso a sus predios, con los regalos de la hija mayor, llevaba el amoroso padre el hondo pesar de no haber conseguido la Virgen de Altagracia para la Niña.
Habíala buscado por todas partes, y no encontrándola, la solicitó de los Canónigos del Cabildo y aún del mismo Arzobispo, quienes le contestaron que no existía tal advocación.
Al pasar por Los Dos Ríos, pernoctó en la casa de un viejo amigo. En este tránsito, ya entrada la noche, cenando todos en familia, refiriendo el caso de la Virgen desconocida, manifestó el huesped viajero el sentimiento de aparecerse en su casa, sin llevar el encargo que le había hecho su hija predilecta.
A la sazón, un anciano de barba blanca, que había pedido le dejasen pasar allí la noche, desde el apartado rincón en que estaba sentado, se puso en pie y, adelantándose hacia la mesa de los comensales, dijo: "¿Qué no existe la Virgen de Altagracia?". Yo la traigo conmigo.
Y echando mano de su alforja, sacó el pergamino y desenvolvió la pintura en lienzo de una preciosa imagen que era la de María adorando a un recién nacido que estaba en sus pies en una cuna. Más luego el afortunado padre, viendo realizado el ideal de su fervorosa hija, reiteró sus promesas al generoso peregrino, invitándole a que pasase a su casa cuando quisiera para recibir la recompensa de su donativo.
Al rayar la aurora del nuevo día, se despertó la recocijada familia, y cuál fue su sorpresa al buscar y no encontrar por ninguna parte al misterioso aparecido.
El lienzo presentaba una hermosísima imagen de la virgen en el grandioso momento de su alumbramiento, una representación feliz del misterio de la Maternidad Divina de María. Esa es la Alta Gracia.
El cuadro de Ntra Sra. de la Altagracia tiene 33 centímetros de ancho por 45 de alto y según la opinión de los expertos es una obra primitiva de la escuela española pintada a finales del siglo XV o muy al principio del XVI. El lienzo, que muestra una escena de la Natividad, fue exitosamente restaurado en España en 1978, pudiéndose apreciar ahora toda su belleza y su colorido original, pues el tiempo, con sus inclemencias, el humo de las velas y el roce de las manos de los devotos, habían alterado notablemente la superficie del cuadro hasta hacerlo casi irreconocible.
Sobre una delgada tela aparece pintada la escena del nacimiento de Jesús; la Virgen, hermosa y serena ocupa el centro del cuadro y su mirada llena de dulzura se dirige al niño casi desnudo que descansa sobre las pajas del pesebre. La cubre un manto azul salpicado de estrellas y un blanco escapulario cierra por delante sus vestidos. María de la Altagracia lleva los colores de la bandera dominicana anticipando así la identidad nacional. Su cabeza, enmarcada por un resplandor , y por doce estrellas, sostiene una corona dorada colocada delicadamente, añadida a la pintura original. Un poco retirado haca atrás, San José observa humildemente, mirando por encima del hombro derecho de su esposa; y al otro lado la estrella de Belén brilla tímida y discretamente.
El marco que sostiene el cuadro es posiblemente la expresión más refinada de la orfebrería dominicana. Un desconocido artista del siglo XVIII construyó esta maravilla de oro, piedras preciosas y esmaltes, probablemente empleando para ello algunas de las joyas que los devotos han ofrecido a la Virgen como testimonio de gratiud.
La imagen de Nuestra Señora de la Altagracia tuvo el privilegio especial de haber sido coronada dos veces; el 15 de agosto de 1922, en el pontificado de Pío Xl y por el Papa Juan Pablo II, quien durante su visita a la Isla de Santo Domingo el 25 de enero de 1979, coronó personalmente a la imagen con una diadema de plata sobredorada, regalo personal suyo a la Virgen, primera evangelizadora de las Américas.
Cuenta la tradición que, acompañada la piadosa doncella de varias personas, recibió a su padre en el mismo lugar donde hoy se encuentra el Santuario de Higüey, y que, lleno de alborozo en sus salutaciones, entregó aquél a su hija el tan esperado regalo.
Ella, al pie del naranjo que aún se conserva a pesar de los siglos, mostró a los concurrentes en aquél día 21 de enero, su soñada imagen y, desde ese momento, quedó establecido el venerado culto de la Virgen de Altagracia, confundida en sus principios con el nombre de la "Virgen de la Niña".
Como la famosa de Lourdes en Francia, la de Moserrate y la del Pilar en España, la Madonna de Pompeya en Italia, la Guadalupe en México y otras, la advocación de la Virgen de Altagracia es muy popular, concurriendo a su santuario todos los años numerosas romerías que van desde los más apartados confines de la isla a ofrendarle los votos y promesas hechas en momentos de tribulación.
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